lunes, 29 de octubre de 2018
Warnes (del libro Warnes, Eloísa Cartonera, 2016)
El borracho. Sólo lo veíamos a la salida de la escuela, en el campito de enfrente. Golpeaba a otros compañeros hasta hacerlos sangrar. Las maestras no tenían la obligación de ir hasta ahí para ver lo que pasaba.
María. La encontraron muerta en un auto. Existía la duda de si había muerto con un bebé adentro. Si se había suicidado o la mataron. Ella siempre le llevaba pequeños regalos caros a la maestra de plástica: alicates para alambre, batitas de bebé bordadas a mano.
David. Una vez me contó que se había encontrado en un callejón con una chica de otro grado, que era tan liviana que cuando le metió el dedo en la concha la levantó del piso, con la mano. En su casa se ponían los platos de fideos de sombrero. El papá había matado al perro de un escopetazo para poder dormir la siesta.
Rodriguez. Llegó a séptimo grado sin estudiar. Antes de los exámenes rezaba, con la cabeza que se le iba mojando por el esfuerzo, oculta entre las manos. Una vez le toqué el hombro y le dije que leyera lo último que la maestra había explicado. Lo hizo y aprobó. Desde ese día usó la fórmula que le había dado.
Hughes. Era rubio, flaco y usaba un gorro de piel con cola de zorro. No sabíamos nada de él, pero los excesos lo divertían y reírnos juntos hacía que todo fuera mejor.
Pablito. Su mamá había muerto, y como su papá era peón en el campo, lo había mandado a vivir con una tía, que lo podía cuidar. Le gustaba dormir en la parte de abajo del ropero con los zapatos viejos y las zapatillas llenas de barro. Los grandes decían que necesitaba sentir el olor de su familia.
Sabelli. No lo habíamos escuchado hablar hasta que la directora lo llamó para izar la bandera. Sabelli no se movió. Se lo repitieron varias veces, hasta que le preguntaron: ¿usted es sordo? Contestó muy bajito que era evangelista. Los evangelistas no izan la bandera ni van a cumpleaños.
Gómez. Era chiquito y usaba anteojos de culo de botella. Si le hablaban no tardaba ni un segundo en ponerse colorado. Cuando cumplí quince años apareció en la puerta de mi casa con un ramo de claveles. Era alto, tenía ojos verdes, defendía cuestiones de género y lo habían elegido presidente en el centro de estudiantes.
Patricia. Su papá tenía una línea de colectivos. Yo pensaba que tenían plata porque siempre estaba vestida a la moda, y me llamaba la atención que alquilaran una piecita en una zona pobre. A ella la invitaba los domingos a tomar el té y le pedía a mamá que nos prestara unas tazas que habían sido de mi abuela. A las seis se iba porque sólo la dejaban hasta esa hora.
Mónica. Tenía el pelo corto, geométrico, la forma de su pelo y su cabeza eran una réplica de la forma de su cuerpo. Sabía pelear con otras chicas. Su ataque letal era morder los pezones hasta hacerlos sangrar. En la secundaria tuve una compañera parecida, pero más gorda y teñida de rubia. Una vez me quiso agarrar en el baño, pero Mónica apareció y me defendió. Después me enteré que ella me defendía muchas veces en secreto desde sexto grado.
El Oso. Una vez la escuela nos invitó a una merienda, y era tan aburrida que se nos ocurrió hacer una guerra de panes con dulce. Al final nos echaron y no pudimos comer la torta que estaba reservada para el último momento. Yo le pegué una cachetada al Oso y le dije que la culpa era de él. No pensé que se iba a animar a pegarle a alguien de mi tamaño.
María José. Su papá se llamaba José María, igual que su hermano. Tenían un taller mecánico y se especializaban en motos. Su mamá había hecho un collage con fotos de revistas de decoración, y cuando yo la pasaba a buscar, ella me lo mostraba diciendo que así sería su casa. Un año entré a la parte de atrás del taller mecánico y el collage se había vuelto real.
Rubén Darío. Para mí era Rubén Darío, vivía en una casilla de chapas de cartón. Tenía los labios rojos como los pétalos de una rosa roja y mojada. Siempre se quedaba dormido. Se notaba que los fines de semana su mamá hervía los guardapolvos con jabón porque la tela estaba apelmazada.
Jaramillo. Era como un hombre de campo en miniatura. Tenía los cachetes cuarteados y llenos de arañitas rojas. Solía tener globos de moco en la nariz, y globos de baba en la boca, que no permitían que saliera su voz.
Alelí. Le decían Tomate. Tenía el dedo gordo deforme. Gustaba del hijo de la maestra. Para comprobar que se hacía pis una vez olí el asiento de su bici. Yo quería ser como ella, pero como no me salía, empecé a copiar la forma de dibujar de la maestra, para que el hijo gustara de mí.
Américo Ríos. Era blanco, con pecas. Como tantos otros, había perdido las paletas, pero a él se las habían hecho nuevas con metal plateado.
Dagoberto Merino. Se sentaba en otra zona del aula. Era callado pero percibía las injusticias de la maestra y se solidarizaba con los más agredidos. Era actor y me invitaba a teatro. Como había que entrar descalzos, me avisaba para que me lavara los pies antes de ir y no me diera vergüenza.
Gallardo. La dejé de ver en segundo grado pero fue mi mejor amiga y por eso yo pensaba que un día nos teníamos que agarrar de los pelos en el aula. Para que no nos faltara nada, y también, para que se hablara de nosotras como chicas que se agarran de los pelos. La maestra llamó a mi mamá y le dijo que me perdonaba porque Gallardo era una estúpida. Mi mamá se enojó con la maestra porque le hablaba de otros alumnos.
Borques. Tenía la piel seca, pelo opaco y escaso. Usaba medias tres cuarto amarillas que solían tener agujeros y por eso se escondía en los bancos del fondo y a la vez intentaba ocultar sus piernas con el portafolio. Me regalaba tarjetas hechas por ella con dibujos recortados de libros y mucha plasticola. Tenía la voz ronca, como Graciela Borges. Una vez en el patio de la escuela vimos a mi abuela, que se acercó para hablar con nosotras a través del alambre. Cuando volvimos al aula, Borques me preguntó si mi abuela era Tita Merello.
Elizabeth. Su familia eran los únicos comunistas que conocía. Tenía tres hermanas más chicas y sólo contaban con el ingreso de albañil del padre. Había pedido que en la hora de plástica la dejaran hacer cosas que se pudieran aprovechar en su casa y la maestra le enseñó a hacer pantuflas para sus hermanitas mientras nosotros construíamos objetos sin ninguna utilidad.
María Belén. Lloraba porque no sabía correr. Yo corría despacio y trataba de enviarle fuerza para que ella también pudiera.
Cuando terminamos séptimo grado planeamos un viaje de egresados a 70 kilómetros, en carpa. A los únicos que dejaban ir eran David, Rodriguez y Hugues. A mí, a último momento, tampoco me dejaron. Una semana antes de salir, ellos se encontraron un billete de 100 tirado en la puerta del banco y con eso pagaron los pasajes de colectivo.
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